
– Eres realmente feo, tal y como yo quería que fueras para que ningún animal que vuela se acerque y coma de mis sembríos.
– Pero, amo, yo me siento triste con este aspecto. Mejórame un poco, papá.
– No, no, no. Quiero un espantapájaros horrendo, que ahuyente a las aves y a la gente que ronda por estor lugares.
– Papá, no te pido que me hagas hermoso, pero por lo menos hazme común y corriente.
– Ya estás hecho y si pudiera hacerte más feo no dudes que lo haría. Y ya sabes, ni los cuervos más atrevidos, ni las alimañas más insolentes del bosque pueden acercarse, ni coger de mis cultivos.
– Papacito, todo es bello a mi alrededor, todo florece y es precioso. ¿Por qué yo he de ser deforme y malo?
– Porque ése es tu destino. Para eso has sido hecho. Como el mío es ser rico y poderoso.
– Entonces, ¿cuál será mi suerte?
– Ahuyentar a las aves. Hacer que cunda el miedo con el movimiento de tus brazos, que pájaros de toda clase se vayan a otro lado. Que se larguen a comer de otras haciendas.
Y, así, se despidió el amo, Y estaba en lo cierto.
Al ver al espantapájaros las aves huyeron hacia otros parajes.
Sin embargo, el espantapájaros batía sus brazos diciéndoles:
– No se vayan, amigos, no se vayan, acérquense, no soy malo.
Al verlo comportarse así, más huían las aves pensando que los amenazaba con los gestos de sus inmensos brazos.
El espantapájaros se sentía solo y triste.
Un día pasó el amo en su caballo y se rió de buena gana:
– Verdaderamente eres feo –le dijo mirándole de arriba para abajo.
– Pero, amo... yo estoy triste.
– No, no, no. Yo estoy contento y satisfecho de tu trabajo. Siendo tú así, nadie se acerca ya a mis campos.
– Yo no me siento bien siendo de este modo.
– Así como eres estás bien de lo contrario... te mataría.
A esto el espantapájaros no respondió nada, prefirió callar. Ni siquiera quiso que viera las lágrimas que se empozaron en sus pupilas y calladamente se deslizaron por sus andrajos.
Pero llegó un día en que un cernícalo pasó por lo alto del cielo llevando entre sus garras a un pichoncito.
Lo había atrapado en las ramas de un árbol para devorarlo en lo alto de la peña en donde vivía.
– ¡Hey, suelta al pajarillo! –gritó el espantapájaros con su voz tronante, agitando sus brazos.
El cernícalo se asustó y soltó al pajarillo.
Este, cayó y cayó como dando tumbos.
El espantapájaros se estiró cuanto pudo y en sus dedos de viejo trapo amparó al avecilla y rápidamente lo escondió dentro de su pecho.
El cernícalo, furioso, empezó a atacarle, destrozándole la camisa en busca de su presa. Esparció la paja y los trapos de los que el espantapájaros estaba hecho. A picotazos le destrozó la barriga.
La furia del cernícalo le producía dolores horribles. Aquel parecía un loco, pero cada vez que este arremetía con más cólera, escondía más al pichoncito.
El cernícalo ya cansado, se fue.
A partir de entonces, el espantapájaros se dedicó a cuidar al pichoncito, y no pasaron muchos días en que ya revoloteaba a su lado. Así fue creciendo.
Pronto el pichón ya saltaba por la hierba, feliz y lozano.
Y cada vez voló más lejos, pero siempre volvía a guarecerse en el pecho del espantapájaros que lo acogía con cariño.
Y cada vez que volvía el pajarillo venían con él otras avecillas. Después de retozar aquí y allá se iban. Cuando emprendían el regreso, el espantapájaros les decía:
– Coged y llevar cuanto les plazca. Aquí los frutos se pudren sin ser cogidos de los árboles ni de las espigas. Aliméntense cuanto puedan y sean fuertes y sanos. Llevad, llevad.
Las aves pronto volvieron a poblar estos predios.
Un día, pasó el patrón y vio con espanto lo que ocurría ante sus ojos: bandadas de gorriones, jilgueros y torcazas sobrevolaban en sus sementeras.
Deteniendo bruscamente su caballo ante el espantapájaros le increpó:
– Dime, ¿qué espectáculo es éste? ¿Por qué han invadido mis campos otra vez las aves?
– Es que yo...
– ¿Qué ocurre con tu trabajo? ¿Para qué yo te he puesto en este sitio? ¿Acaso para que haraganees y te complazcas?
Dos fuetazos que nublaron su visión por un rato cruzaron el rostro del espantapájaros.
– Mañana volveré y cuidado que encuentre a uno solo de estos bichos y alimañas. Entonces verás lo que te pasa.
El Espantapájaros no contestó. No dijo nada a su amo. Ni tampoco a los pájaros.
El dueño volvió al otro día y vio que nada había cambiado, que todo estaba como el día anterior.
Cogió una vara larga y empezó a golpearlo en el pecho y la espalda.
Fue en ese instante que salió volando el pichoncito que se cobijaba en el corazón del espantapájaros.
– ¡Ah! ¡Traidor! Yo te puse en este lugar para que cumplieras bien tu trabajo y mira cuál es el pago y la recompensa que me das.
– Es que amo...
– Yo te mandé que ahuyentaras a las aves, no que las criaras.
– Patrón...
– Si no sirves para nada, acabaré contigo.
Y se fue galopando furioso hasta desaparecer.
Al rato regresó con varios peones de su hacienda a quienes ordenó que desclavaran las patas de madera del espantapájaros, enterradas entre las piedras.
Puesto ya fuera y tendido en el campo verde, cuan largo era, ordenó que lo cargaran y fueran tras de él, que iba adelante montado en lustroso caballo.
Lo llevaron primero por un camino serpenteante, pero luego empezaron a subir hacia una alta montaña. El espantapájaros aún respiraba.
Llegaron hasta la cima del monte. El amo ordenó:
– Arrójenlo.
Y lo impulsaron al abismo.
Mientras caía, todas las aves que se habían reunido en la altura salieron presurosas y lo sostuvieron con sus picos y sus alas.
Y entre todas juntas lo llevaron rumbo al cielo, en donde mora como el único espantapájaros que hasta ahora ha entrado al paraíso de los pájaros.
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